Moní Elónis
Abril de 2019

Grecia

Monasterio de Elona, Grecia

Cuenta la tradición que dos monjes ascéticos, llamados Dositheus y Kallinikos, decidieron fundar un cenobio cerca del monte Parnon, en el interior del Peloponeso, para venerar un icono de la Virgen María atribuido al evangelista san Lucas. Durante la invasión de los otomanos, estos dieron con el monasterio y decidieron masacrar a sus monjes y destruir el lugar, que quedó en el olvido hasta que unos pastores que recorrían la ruta entre Leonidio y Kosmas vieron un objeto relucir a lo lejos en una escarpada pared vertical de color anaranjado. Aquel acontecimiento llegó a oídos del obispo de la región, y este formó una partida cuyo objetivo sería ascender hasta aquel lugar que parecía brillar con luz propia. Lo que descubrieron allí fue el famoso icono, iluminado por una lámpara de aceite dentro de las ruinas del monasterio. El cenobio fue reconstruido para cobijar de nuevo a dicho icono y el lugar fue bautizado como monasterio de Elona, en honor a la población de la que provenía aquella pareja de monjes: Elos.

Aquel día amanecí en Nauplia, con el objetivo de recorrer toda la costa del golfo Argólico y llegar al peñón de Monemvasía, donde pretendía pasar la noche. Por el camino hice una pequeña incursión en las montañas de Arcadia para visitar el monasterio, y cuando llegué con el coche al lugar desde el que teóricamente se avistó aquel resplandor no podía creerme del todo dónde habían plantado aquel conjunto de edificios encalados que tanto contrastaban con el color de la montaña. Tampoco me imaginaba (o mejor dicho, no quería imaginarme) cómo sería la carretera que me llevaría hasta allí.

Pero lo cierto es que las fotos pueden asustar más de la cuenta. Sí, el monasterio está en aquella pared, pero por suerte por el otro lado el terreno no está tan escarpado y la carretera ni siquiera tiene una gran pendiente o unas curvas peligrosas. En contra de todo pronóstico, llegué sin mucho contratiempo a una pequeña explanada con una fuente y un desocupado puesto de recuerdos, y aparqué junto a un par de coches que al principio pensé pertenecerían a otros visitantes. Tras atravesar una arcada coronada por las banderas de Grecia y del patriarcado ecuménico de Constantinopla, esta última amarilla con un gran águila bicéfala de color negro, me dispuse a recorrer el camino escalonado esculpido en la piedra que empezaba allí y que presumiblemente terminaba en el monasterio. En ese momento sí que fui consciente por fin de dónde estaba, ya que al comenzar el camino las vistas del valle en cuyo fondo había parado unos minutos atrás me dejaron sin aliento. No es nada inseguro ni mucho menos, ya que tanto la altura de los muros como la anchura del camino son bastante generosas, pero impresiona igualmente.

Al entrar en el conjunto de edificios me encontré con un chico de mi edad que hablaba un perfecto inglés, y que imaginé sería el dueño de uno de los coches. Le pregunté que si estaba de visita y me dijo que no, que era el ayudante del sacerdote que iba todos los días a llevarles víveres y a celebrar la misa para las dos monjas que viven actualmente en el monasterio. Por lo visto acababan de llegar, pero como todavía quedaba un rato para la ceremonia se ofreció a enseñarme la iglesia y a explicarme todos sus entresijos.

Antes de entrar me pidió que no realizara fotografías en el interior de la iglesia; no entendí del todo el motivo, si es que había alguno, pero no me quedó otra que respetarlo. La entrada a la iglesia se sitúa en la pared del lado izquierdo, conforme se mira hacia el iconostasio —en toda iglesia ortodoxa siempre hay una parte llamada así destinada a separar la nave del recinto sagrado del santuario; además, y de ahí viene su nombre, suele estar adornada por multitud de iconos, que este caso eran de metal labrado encajados en una estructura de madera—. Custodiaban el iconostasio una serie de lámparas e incensarios que según me explicó mi espontáneo cicerone eran ofrendas realizadas por los fieles.

Justo de frente conforme se entraba, en un altar para él solo, se encontraba el ya mencionado icono de la Virgen María atribuido al evangelista san Lucas que según parece supuso el germen de todo aquello. Por cierto, según he podido leer, el icono fue robado en el año 2006,[1] pero fue recuperado tras una intensa búsqueda que duró cinco semanas.[2] Y bueno, como no me quedo contento si no muestro de alguna forma lo que pude ver allí dentro, voy a hacer una excepción y a poner un par de fotografías del interior que sí pudo hacer otra persona. El crédito de las dos imágenes que muestro a continuación es para el fotógrafo Karl Allen Lugmayer.

Al salir de la la iglesia, le pregunté al chico si tenían algún tipo de recuerdos que pudiera comprar, y me contestó que no lo sabía. Tras preguntarle en mi nombre al sacerdote este negó con la cabeza, pero me convidó a un dulce que, según me tradujo su ayudante, era típico de la región. Tras aquel encuentro, el sacerdote se fue a prepararse para celebrar la misa y me desearon un buen viaje por su tierra; yo me quedé un rato paseando por el recinto observando la gran cantidad de inscripciones que poblaban el lugar con —presumiblemente, aunque no lo puedo jurar— pasajes de la biblia escritos en griego. Ya de vuelta en el coche, puse rumbo al sur del Peloponeso, hacia el peñón de Monemvasía, pero esa ya es otra historia.

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One Comment

  1. Que sitio más curioso. Y que bien cuidado.

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