«Lo único inmutable en este mundo es el cambio, el constante movimiento. Hasta el más tranquilo e idílico de los paisajes palpita en incansable tránsito. Ahora mismo, en este instante, un mirlo acuático sale de su nido hecho de musgo y alza el vuelo. Desde el aire atraviesa sauces, plataneros, castaños y abetos del valle de Puente Viesgo. La naturaleza decora el ambiente de forma poderosa, y el vigor de árboles centenarios despliega una cadena de vida y color que embriaga el ambiente, amable y acogedor. Todavía hace frío, pero el invierno está a punto de despedirse. El mirlo, ajeno a la belleza en la que habita, se desliza con suaves piruetas por el aire. Su pequeña y rechoncha figura negra dibuja una ruta que sigue el curso del río Pas, de poco calado y aguas cristalinas. El paisaje, frondoso y ya casi primaveral, se despliega bajo su cuerpecillo como un mapa que, al abrirlo, es un sueño.»
Así empieza Los inocentes, la última novela de María Oruña, una escritora gallega que, a mi juicio, está sabiendo explotar muy bien esa satisfacción que le da a un lector volver cada cierto tiempo a personajes conocidos para seguir siendo testigos de cómo evolucionan sus vidas, a la vez que consigue traer en cada novela una historia novedosa que no caiga en los tópicos de siempre o cuyas tramas recuerden a las de las entregas anteriores; por esto, cada vez que publica algo nuevo no suelo tardar mucho en ir a comprarlo. Hace unas semanas salió a la venta este libro, el último de su saga de Puerto Escondido, y me llevé una grata sorpresa al comenzarlo y descubrir que casi toda la acción ocurría en una localidad cántabra que pude visitar con mis padres hace unos años: Puente Viesgo. Inevitablemente, mientras lo leía reviví el paseo que dimos por aquel pueblo al atardecer, como punto final de una de las jornadas que pasamos recorriendo Cantabria en el verano de 2019, y me he decidido a escribir un poco sobre este lugar.
El detonante de la trama —sin querer destripar tampoco muchos detalles— es una especie de atentado terrorista perpetrado en el llamado Templo del Agua del Gran Hotel Balneario de Puente Viesgo, un enorme edificio que existe en la vida real y que está situado a orillas del río Pas. Precisamente allí comenzamos nuestro recorrido hace ahora poco más de cuatro años: acabábamos de visitar la cercana colegiata románica de Santa Cruz de Castañeda, y buscábamos algún pueblo cercano en el que cenar. Tras dejar el coche en uno de los aparcamientos públicos de Puente Viesgo, y sin tener mucha idea de lo que nos encontraríamos allí, llegamos por unas escaleras descendentes hasta la plaza de España, situada a ras del río.
Desde aquella plaza se podía ver el mencionado balneario, así como el enorme puente que permite a los habitantes del pueblo salvar la garganta que el río esculpe a su paso por allí. Aunque el hotel balneario actual, de estilo ecléctico, data de 1862, se tienen noticias de un edificio anterior de similar uso desde 1766, cuyas aguas termales se describían como «once baños muy salutíferos de agua caliente sulfurosa, para todo género de dolencias». Tal fue el éxito del balneario, que se construyó expresamente una línea de ferrocarril desde Santander hasta esta zona, activa entre 1902 y 1976 (por desgracia, tal y como pasó con gran parte de la estructura ferroviaria española, acabó siendo desmantelada). El puente situado al lado del balneario es del año 1939, como indica una de sus placas conmemorativas, y fue construido sobre los restos de otro puente anterior de origen incierto y que fue destruido en 1937, durante la Guerra Civil. Aquel puente primigenio es el que daría nombre a la localidad, y hasta el siglo xix fue el único modo de atravesar el río Pas a lo largo de todo el valle de Toranzo (aquí se puede ver una foto antigua del mismo junto al balneario). La segunda parte del topónimo del pueblo podría ser una deformación del término celta «wisge», que significa «manantial de agua», pero esto es algo que no se sabe con seguridad.
Tras cruzar el puente y dejar atrás el balneario, llegamos a la iglesia de San Miguel, principal templo religioso de Puente Viesgo. Se trata de una construcción de mediados del siglo xx que imita muy bien el estilo románico de las iglesias medievales de la zona y que fue edificada sobre otra iglesia anterior, del siglo xvii, de la que solo se conservan la torre y una de las capillas. Como justo en ese momento estaba empezando la misa, no nos paramos a verla con detenimiento, pero queda para otra ocasión.
Al lado de la iglesia pudimos ver la Casona de Fuentes Pila, una construcción regionalista de 1928 ideada por el arquitecto Javier González Riancho —uno de los artífices del Palacio de la Magdalena en Santander— para la familia que le da nombre. Su diseño está inspirado en el de las tradicionales casonas montañesas que proliferaron por Cantabria en los siglos xvii y xviii, y cuenta con varios elementos típicos de estas construcciones como el zaguán con arcadas, los balcones sobre peanas de piedra, las torres renacentistas, y las pirámides herrerianas que le sirven de remate. En una de sus fachadas se puede ver un blasón, presumiblemente el de la familia Fuentes Pila, así como la figura de un oso. La casa fue expropiada en 1989 y en la actualidad es la sede del ayuntamiento de Puente Viesgo (aquí se puede leer más sobre esto).
En los jardines de la casa, en la parte más cercana a la iglesia, pudimos ver también la escultura de un soldado moribundo sostenido por una mujer. Se trata de Joaquín Fuentes Pila, un teniente de artillería del ejército español que falleció en 1925 en la defensa de Kudia Tahar, durante la guerra del Rif. En aquel enfrentamiento, el teniente Fuentes Pila lideró a su unidad para recuperar la única pieza de artillería que quedaba en pie, pereciendo al día siguiente a consecuencia de un proyectil que le alcanzó mientras reparaba el cañón. Por este último acto fue condecorado póstumamente con la Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada condecoración militar de España; años más tarde, su familia erigió este monumento en su memoria.
Siguiendo la calle en la que se encuentra el ayuntamiento, llegamos a la antigua estación de tren, perteneciente a la ya mencionada línea de ferrocarril Astillero-Ontaneda que conectaba las inmediaciones de Santander con los balnearios del valle de Toranzo: el de Alceda, el de Ontanera y, por supuesto, el de Puente Viesgo. Como dije anteriormente, esta línea fue desmantelada, y actualmente su lugar lo ocupa una ruta peatonal llamada la Vía verde del Pas, de 35,5 km de longitud. El antiguo edificio de la estación de Puente Viesgo sí se conserva, reloj incluido, y alberga una oficina de información sobre la mencionada vía verde y la Red Natura 2000. Cerca de la estación pudimos ver una de las antiguas locomotoras de ancho métrico de esta línea, llamada La Reyerta, fabricada en 1913 por la empresa alemana Locomotivfabrik Krauß y que prestó servicio hasta mediados de los años 70. Tras contemplar aquella curiosa locomotora, decidimos volver sobre nuestros pasos hasta la llamada Plazoleta, cerca de donde habíamos aparcado, para cenar algo antes de poner rumbo a Barcenilla de Piélagos, la pequeña aldea en la que pasaríamos la primera de nuestras cuatro noches por Cantabria.
Continuará…