Dillī (Enero de 2020) (Capítulo I)

India

Delhi, India

Empiezo a escribir esto durante mi último día en Delhi, en mi alojamiento a medio camino entre el llamado Connaught Place y el templo sij Gurudwara Bangla Sahib. Es mejor que empiece a contar lo que he vivido en esta ciudad antes de que se me curen las heridas (metafóricas, que nadie se asuste más de la cuenta) que me ha dejado mi primer encuentro con la India. Esta entrada no va a ser como las demás que acostumbran a aparecer en este blog; no va a haber fotos salvo la que he puesto al principio, ni los usuales datos históricos. Todo eso ya vendrá cuando hable individualmente de cada uno de los lugares y monumentos que visité en esta ciudad.

Llevaba muchos meses leyendo sobre este país (o, más bien, se podría decir que llevaba haciéndolo toda la vida), y aunque había escuchado de todo, y las opiniones parecían estar divididas, me propuse visitarlo por libre. Con mucho respeto, más que nunca si cabe, me sentí valiente y tomé la decisión de pasar un par de semanas en Delhi, Agra, Jaipur y las localidades circundantes.

Nada más bajarme en el aeropuerto de Delhi, cambié algunos euros por rupias y me dirigí hacia el metro. Por el camino, al menos seis taxistas intentaron convencerme de que fuese con ellos con mucha insistencia, pero cualquiera que haya leído sobre los timos más típicos en la India sabe que la probabilidad de que una vez en el taxi de digan cosas como “tu hotel está cerrado, voy a llevarte a uno que conozco yo” es muy alta. Lo más seguro, o eso tenía entendido, era coger el metro, o haber concertado previamente un taxi con tu alojamiento. Yo tomé la primera opción.

Los tickets del metro son una especie de fichas que se compran en una taquilla, y en la cola de dicha taquilla recordé dos de las particulares de la India que más suelen llamar la atención: sus habitantes no conocen el concepto de espacio personal, y no tienen ningún reparo en fijar su mirada en ti hasta que te pierdan de vista. Cuando el metro salió a la luz del día pude ver por primera vez la inmensa capa de contaminación que hay sobre la ciudad, que toma la forma de una niebla marrón y una pegajosidad que cubre cualquier superficie. En ese momento miré a mi alrededor y vi a un par de pasajeros usando mascarilla, y a otro que no dejaba de toser, pero al resto no parecía importarle. No sé si producto de la imaginación, pero sentí una ligera náusea; por suerte, se me pasó al poco tiempo y no volví a notar nada en toda mi estancia allí. Las carreteras se veían inmensas, y las distancias, abismales. Aquella ciudad era mucho más grande de lo que me había imaginado, que ya es decir.

Una vez en la estación de Shivaji Stadium, salí al exterior dispuesto a enfrentarme con el ejército de conductores de tuk-tuk que vendría indudablemente hacia mí nada más verme. Así fue, y tras acordar con uno de ellos un precio de 100 rupias por el trayecto tal y como me habían aconsejado en mi alojamiento, llegué a este y pude por fin deshacer la maleta y recargar las pilas para empezar a conocer la ciudad.

Los paseos que pude dar por Delhi durante los días que duró mi estancia, ya sea andando o en tuk-tuk o en un coche con conductor privado, dejaron en mí una gran impresión. La notable excepción son las zonas circundantes a los principales monumentos (el Fuerte Rojo, la tumba de Humayun, o el complejo del minarete Qutub) ya que, probablemente en un intento del gobierno de ocultar a los turistas la realidad del país, estaban bastante limpias y poco transitadas. Pero lo cierto es que el resto de la ciudad daba pena, y mucha. En cualquier rincón había pobreza y caos a unos niveles que solo puedes imaginarte una vez los has vivido. Por mucho que uno lea, es imposible prepararse para aquello, para la inconcebible cantidad de gente que vive en la calle o en su vehículo (el que tiene la suerte de poseer uno), para los perros enfermos y desnutridos comiéndose unos a otros, para la suciedad y falta de higiene que se respira a todas horas, para la superpoblación.

Y lo del tráfico es un tema único en sí mismo. Perros y vacas invadiendo las carreteras; chavales de menos de 12 años transportando cuatro o cinco bombonas de butano en una bicicleta; padres con sus cuatro hijas, todos montados en una única moto; el constante sonido del claxon, usado por defecto para marcar absolutamente cualquier maniobra o incluso para alertar sobre la ausencia de esta; constantes casi accidentes cada segundo, pero ninguno llegando a consumarse (alguno habrá, pero no que yo viera); algún perro atropellado de vez en cuando. Me costaba creer que esa pobre gente tuviese que enfrentarse a aquello todos los días.

Pero no todo era negativo, ni mucho menos. La comida allí estaba deliciosa; algo picante, pero se soportaba. El primer día tuve un pequeño ataque del llamado Delhi belly (sí, la diarrea del viajero tiene una categoría propia en esta ciudad), pero nada serio. Evité, eso sí, comer en cualquier puesto callejero, y siempre me desinfectaba las manos antes de llevarme cualquier alimento a la boca. Por otro lado, me gustaría resaltar la amabilidad y hospitalidad con la que me trató la familia que regentaba el homestay en el que me quedé aquellos días. Debo reconocer que en este aspecto tuve mucha suerte.

Como le leí una vez al filósofo Julián Marías: en la India es imposible sentirse solo; en cualquier momento, estés donde estés, hay alguien observándote. Esa es una de las dos razones por las que apenas hice fotografías; solo me sentía cómodo para sacar la cámara una vez había atravesado las puertas de cualquier monumento (y a veces ni eso). La otra razón era bien distinta; por algún motivo me sentía mal retratando a personas que vivían en semejantes condiciones, y apuntara a donde apuntara siempre había al menos veinte de ellas en el encuadre.

Lo cierto es, que como producto de todas las sensaciones negativas que estaba viviendo allí, decidí cancelar el resto del viaje y adelantar la vuelta. No me sentía bien, y el vértigo y la vulnerabilidad y la fragilidad que sentía mientras recorría aquella insana ciudad me empezaron a pasar factura y no hacían sino incrementar a medida que pasaba el tiempo. Por alguna razón, mi cerebro no era capaz de asimilar que lo que estaba viviendo allí era real. Y por supuesto, la omnipresente pregunta que me hacía a cada pocos segundos: «¿qué habría sido de mí si hubiese nacido aquí?»

He leído testimonios de mucha gente que asegura haberse enamorado de la India, pero después de mi experiencia me cuesta creer que eso llegue a ocurrirme a mí algún día. Lo más probable es que mi experiencia fuera el resultado de no estar preparado para visitar Delhi, y que probablemente tendría que haber viajado a otros lugares antes, como el sudeste asiático, a medio camino entre la India y los países occidentales a los que estoy acostumbrado, o simplemente haber evitado la capital. ¿Y sabéis qué? Lo peor de todo no es estar allí y ver lo que hay, sino darte cuenta de que aquello no tiene remedio, y de que no va a cambiar nunca.

Es probable que haya mucha gente que lea esto y piense o bien que soy un exagerado, o simplemente demasiado débil, por haberme acobardado de esa forma ante la inmensidad de la India. Sinceramente, considero importante que los que quieran visitar este país sean conscientes de que, al igual que esto me pasó a mí, les puede pasar también a ellos, y que actúen en consecuencia. Cada uno tiene sus limitaciones, y las mías me impidieron disfrutar de aquellos días de la manera en la que me hubiese gustado.

Cuando vuelva a la India (porque volveré; no sé si dentro de diez, veinte, o treinta años, pero volveré) espero estar preparado para enfrentarme a todo ello y salir airoso, pero sin dejar de conmoverme como lo he hecho esta vez. Si cuando vuelva no me afecta de la misma manera, y la pobreza y el caos y la catástrofe humana que se viven allí me resultan indiferentes, sentiré que he perdido algo por el camino.

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