Himeji
Noviembre de 2016

Japón

Se conoce como Azuchi-Momoyama, o simplemente Momoyama, al período de la historia de Japón comprendido entre los años 1573 y 1603. Estas tres décadas pusieron fin a los más de ciento cincuenta años de guerra consecutivos que habían enfrentado a los diferentes daimyō de Japón, concluyendo en la unificación del país llevada a cabo por Oda Nobunaga y Toyotomi Hideyoshi, y finalizando con el establecimiento del shogunato Tokugawa. La introducción de las armas de fuego desde occidente en Japón convirtió en inservibles las edificaciones de madera que hasta ese momento habían bastado para guarecer a los dirigentes de las diferentes regiones, lo que propició una proliferación en la construcción de castillos por todo el país —se cree que se erigieron más de cien fortificaciones en estos años—. Algunos autores se refieren a este período como la «edad de oro de las fortalezas japonesas», y de entre los que han llegado a nuestros días y son considerados como Tesoros Nacionales, a día de hoy solo uno ha sido declarado como Patrimonio de la Humanidad: la «garza blanca» de Himeji.

Tras pasar unos días en Kioto, llegamos a la estación de ferrocarril de Himeji ya entrada la noche, por lo que cenamos un ramen rápido en un restaurante cercano y nos fuimos directos al hotel. Recuerdo aquel alojamiento con bastante afecto, ya que fue la primera vez que probé los famosos baños termales japoneses, una asignatura que me quedó pendiente en el primer viaje que realicé a Japón y parte fundamental de la cultura de este país. A la mañana siguiente, ya de camino al castillo, paramos en la galería Miyukidori para desayunar en la cafetería Hamamoto (はまもとコーヒー), famosa por sus tostadas con mantequilla y almendra. Acto seguido, llegamos a la entrada sur del castillo y nos dispusimos a visitar sus extensos jardines y su característico torreón.

Himeji es una ciudad grande, con una población que supera el medio millón de habitantes y decenas de templos, santuarios y jardines que inevitablemente quedan eclipsados por el castillo por el que es principalmente conocida. Por ese motivo nosotros pecamos de novatos y habíamos decidido dedicar solo aquella mañana a Himeji, para visitar el castillo y sus jardines, pero obviando todo lo demás, como por ejemplo: el templo Engyōji (円教寺), en donde se rodaron algunas escenas de El último samurái; el santuario Otokoyama Hachimangu (男山八幡宮), desde el que se tienen unas vistas espectaculares del castillo; o el jardín Kōko-en (好古園), de estilo Edo.

Pero todo eso queda para una futura visita. Una futura visita, en la que, además, nos gustaría volver a pasear por los extensos jardines del castillo, porque lo cierto es que aquel día no tuvimos suerte con el tiempo y una llovizna débil pero persistente nos acompañó durante toda nuestra caminata. Cuando por fin empezó a descampar y pude guardar el paraguas y sacar la cámara de la mochila ya era hora de adentrarnos en las fortificaciones y en el interior del torreón, así que nos pusimos a la cola y fuimos atravesando uno tras otro los diversos portones del complejo defensivo, recorriendo infinitos corredores de trazado irregular flanqueados por altísimas murallas hasta llegar finalmente a la entrada de la base del daitenshu (大天守), la afamada torre principal.

Una parte fundamental de toda fortaleza japonesa son las yagura (櫓), especie de torretas de vigilancia instaladas sobre los portones y esquinas de las murallas y que en el caso de Himeji siguen un patrón arquitectónico similar al del daitenshu. Si bien mientras nos acercábamos al torreón por aquellos pasillos exteriores pudimos ver algunas de estas estructuras, el mejor lugar para contemplarlas lo encontramos sin duda en las ventanas del propio torreón. Desde allí se tienen unas vistas magníficas de las diversas torretas y murallas y del resto de edificios —hay un total de 83 edificaciones en el recinto del castillo, el mayor número con diferencia de entre todas las fortalezas que se conservan en Japón— así como del laberíntico entramado de corredores en forma de espiral que se va propagando desde el torreón hacia afuera. Esta curiosa disposición no es arbitraria, sino que estaba diseñada para desorientar a los atacantes a medida que fueran avanzando por los sucesivos niveles y para al mismo tiempo permitir a los defensores del castillo atacarlos con arcos y arcabuces desde los matacanes y las aspilleras de las diversas torretas cuando estos llegaran a cada una de las plazas intermedias.

Otro elemento primordial del castillo que pudimos apreciar desde allí son los tres kotenshu (小天守): los torreones accesorios que acompañan al torreón principal. Aunque a mí para estas cosas suele faltarme imaginación, dicen que la visión conjunta de estos cuatro elementos se asemeja a la de una garza blanca remontando el vuelo, de ahí el sobrenombre del castillo. Desde las ventanas del torreón se pueden ver también las figuras en forma de shachi (鯱) —una criatura de la mitología japonesa con cuerpo de pez y cabeza de tigre— que decoran los tejados del complejo y que servían como talismanes para proteger contra los incendios.

Exceptuando su base, el torreón de Himeji está realizado completamente con madera, y sustentado por dos gigantescos pilares que no dejan de ser troncos de pino y de ciprés enlazados unos con otros. Tiene una altura de 46 m y consta de un total de siete niveles, contando con el sótano. Aunque la visita al interior del torreón es interesante, sobre todo para ver de cerca la arquitectura del edificio (en una de las fotos se puede apreciar uno de los pilares), exceptuando la exposición de armas de la primera planta y el pequeño santuario situado en la última el resto del castillo está vacío y carente de todo mobiliario y decoración, lo que en nuestro caso hizo que la visita a los distintos niveles resultara un poco repetitiva. Lo que sí me marcó fueron aquellas empinadísimas escaleras que había casi que escalar para llegar de una planta a la siguiente.

Si bien el castillo se encuentra en un excelente estado de conservación y es original prácticamente en su totalidad, en varias ocasiones a lo largo de la historia ha estado a punto de desaparecer. Por ejemplo, en 1871, cuando los daimyō de todas las prefecturas de Japón fueron obligados a transferir su autoridad al emperador Meiji, el castillo pasó a subasta pública y el comprador quiso destruirlo para plantar en su terreno. Muchos otros castillos del período Momoyama sufrirían este destino, pero el de Himeji se salvó gracias a un coronel del ejército llamado Nakamura Shigeto que suplicó al gobierno para que protegiera el castillo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en el bombardeo aliado que sufrió Himeji en 1945, la ciudad fue completamente devastada pero el castillo quedó intacto (curiosamente, la única bomba incendiaria que atravesó su tejado quedó sin detonar). En tiempos más recientes, en 1995, durante el Gran terremoto de Hanshin-Awaji, la ciudad recibió muchos daños, pero el castillo sobrevivió ileso una vez más. Nosotros tuvimos mucha suerte, ya que estuvo varios años cerrado y completamente oculto bajo una opaca estructura de andamios mientras sufría una minuciosa restauración que finalizó en 2015 —poco antes de nuestra visita— y que le devolvería su esplendor de antaño.

Tras finalizar nuestro recorrido por el interior del torreón salimos directamente al extenso patio de armas o honmaru (本丸), área central de todo castillo japonés que normalmente se emplazaba —como en este caso— en la parte más elevada del terreno. Desde allí pudimos apreciar por primera vez de cerca la imponente base del torreón, con esa estructura compuesta por piedras ciclópeas dispuestas en forma de talud curvado tan característica de las fortalezas japonesas y principal contribución del período Momoyama al desarrollo de este tipo de arquitectura. También pudimos ver los tsumagawa (妻側), los enormes frontones de su fachada, que alternan entre aguilones ondulados (karahafu, 唐破風) y triangulares (chidorihafu, 千鳥破風). Dos de estos frontones, situados en la cara oriental y occidental respectivamente, nos llamaron especialmente la atención por ocupar no una sino dos plantas.

Inevitablemente, mientras me encontraba a los pies del torreón y nos despedíamos de aquella magnífica construcción antes de poner rumbo al santuario insular de Itsukushima, me vino a la cabeza la memorable escena de Solo se vive dos veces en la que Sean Connery llegaba en helicóptero al castillo de Himeji —caracterizado para la ocasión como un estereotípico centro secreto de entrenamiento de ninjas— y era recibido por un señor de ojos rasgados que se refería a él como Bond-san. Es más que probable que uno de los primeros encuentros con ese país cuya cultura tanto me absorbería en años venideros lo tuviera viendo aquella película, aunque por aquel entonces poco me podía imaginar la de horas que acabaría dedicando a aprender sobre ella. Quién le iba a decir a aquel niño de once años que casi dos décadas más tarde se encontraría en aquel mismo lugar admirando aquel castillo, aunque por desgracia ya no quedara rastro ni de los ninjas ni de Sean Connery.

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