Warszawa
Abril de 2017
Capítulo II

Polonia

En diciembre de 2008 visité por primera vez la ciudad de París, y uno de los lugares que más me llamaron la atención de la capital francesa fue el cementerio de Père Lachaise, rebosante de tumbas de personajes ilustres. Una de las personas que estaba allí enterrada y cuya tumba me cautivó más fue la de Frédéric François Chopin, célebre compositor de música clásica que, a pesar de lo que pueda parecer por su nombre y su lugar de descanso final, no era francés sino polaco, natural de una aldea cercana a Varsovia llamada Żelazowa Wola, y su nombre de nacimiento era Fryderyk Franciszek Chopin (su padre sí que era francés —un emigrante llegado a Polonia en 1787—, de ahí su apellido). La tumba era más o menos austera, sobre todo comparada con otros mausoleos cercanos, pero muy elegante, y estaba decorada con la efigie del compositor y una escultura de Euterpe, la Musa de la música.

Tras aquella visita, me dio por leer sobre aquel lugar y descubrí que, si bien el cuerpo del compositor seguía allí enterrado, su corazón fue extirpado y trasladado a Polonia en 1850, un año después de su muerte, como parte de las últimas voluntades de su primitivo propietario. Como no podía ser menos, apunté aquel dato en mi mapa con el fin de visitar algún día el lugar en el que se custodia el corazón de Chopin: la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.

Con ese objetivo en mente, abandoné los terrenos del Palacio de la Cultura y la Ciencia y comencé mi paseo por la ciudad, recorriendo las amplias avenidas que me llevaban a mi destino. En el cruce entre dos de las arterias principales de Varsovia, Aleje Jerozolimskie y Ulica Nowy Świat, me encontré con un monumento dedicado a los partisanos —los miembros de las organizaciones clandestinas de resistencia que surgieron durante la Segunda Guerra Mundial— que murieron luchando por la libertad de Polonia. Sería el primero de los muchos memoriales de esta época que vería en aquel paseo por la capital polaca.

Cuando ya se divisaban las torres de la iglesia decidí desviarme brevemente para acercarme al palacio Ostrogski, una mansión fortificada que en la actualidad alberga la sede principal del museo Fryderyk Chopin. Se trata de un edificio diseñado por el arquitecto neerlandés Tylman van Gameren y construido originalmente a finales del siglo XVII, cuando esta zona todavía estaba empezando a poblarse y no era considerada como parte de Varsovia. Y digo «originalmente» porque el edificio primitivo fue destruido completamente por los alemanes en el verano de 1944, durante el Alzamiento de Varsovia. Por suerte, fue reconstruido entre 1949 y 1954 siguiendo el modelo original.

Lo que más me llamó la atención del conjunto fue el contraste entre la mansión renacentista de la familia Ostrogski y el talud de ladrillo sobre el que está edificada, presumiblemente para dotarla de cierta capacidad defensiva al no haber sido construida dentro del recinto amurallado de la ciudad. En ese momento el museo comenzaba a abrir sus puertas, pero como salvo en casos muy excepcionales este tipo de colecciones dedicadas a la vida de una persona no suelen interesarme mucho retomé mi camino hacia la iglesia de la Santa Cruz. Por alguna razón, me apetecía más ver el cenotafio que custodiaba el corazón de Chopin que alguno de los pianos en los que compuso sus célebres nocturnos.

Al llegar por fin a la mencionada iglesia me encontré con un monumento dedicado a otro ilustrísimo personaje polaco: Nicolás Copérnico (conocido en su madre patria como Mikołaj Kopernik). Copérnico fue un matemático y astrónomo nacido en 1473 en Toruń que dedicó una parte considerable de su vida a estudiar los movimientos de los astros y la posición relativa entre ellos, un trabajo que culminaría en uno de los libros más trascendentales de la historia de la ciencia: De revolutionibus orbium coelestium (Sobre las revoluciones de las orbes celestes). Si bien la teoría heliocéntrica defendida por Copérnico no fue pionera en su época —un señor griego llamado Aristarco de Samos ya la propuso en el siglo III a. C.—, por aquel entonces dichas teorías eran más que repudiadas por el orden imperante —de hecho, su trabajo fue añadido por herético al Índice de libros prohibidos de la Iglesia, y todos los católicos tenían prohibida su lectura—. La contribución principal de Copérnico fue la de darle una estructura científica coherente a dichas teorías heliocéntricas al tiempo que desacreditaba el modelo geocéntrico de Claudio Ptolomeo, sentando así las bases de lo que pasaría a conocerse con el paso de los siglos como la «revolución copernicana» que culminaría con los trabajos de Isaac Newton.

Como buen matemático (?), considero a Copérnico como uno de los padres de la ciencia moderna, y es uno de los personajes históricos a los que más admiro. Sin ir más lejos, en un primer esbozo de aquel viaje por Polonia había añadido Frombork al itinerario, una ciudad al noreste del país en cuya catedral se encuentra enterrado el célebre astrónomo, pero por falta de tiempo decidí dejarla para otra ocasión. En cuanto al monumento, he de reconocer que me lo encontré de casualidad, lo que supuso una grata sorpresa. Está emplazado justo frente al palacio Staszic, un edificio neoclásico que alberga la sede de la Academia Polaca de Ciencias, y es obra del escultor danés Bertel Thorvaldsen. El astrónomo aparece representado portando un compás y una esfera armilar, y en el suelo a los pies de su pedestal se pueden ver dibujadas las órbitas de los planetas del sistema solar.

Continúa en: Varsovia – Capítulo III

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