Najac es un pequeño pueblo de apenas setecientos habitantes situado unos 50 km al norte de Albi, en el corazón de Occitania, famoso sobre todo por una fortaleza real del siglo xiii que se yergue sobre el resto de sus construcciones. Nosotros llegamos allí procedentes de Cordes-sur-Ciel —otro pueblo también digno de ver del que ya hablaré en otra ocasión— y aparcamos el coche en la Place du Faubourg, en donde estaba la oficina de turismo y el habitual monumento a los residentes caídos en las dos guerras mundiales. La topografía de Najac es muy curiosa: dos o tres calles que recorren paralelamente un espolón, rodeado este a su vez por uno de los meandros que el río Aveyron dibuja por esta zona. En uno de sus extremos se sitúa la mencionada plaza en la que nos encontrábamos, y en el otro, el castillo de Najac, construido por Alfonso de Poitiers —hermano del rey Luis IX de Francia— aproximadamente entre 1253 y 1266 sobre los restos de una fortaleza anterior del siglo x con el fin de aplacar las revueltas de los señores locales.
Hace unos años, mientras volvía en coche de un encuentro matemático en Montpellier, en el sur de Francia, hice un pequeño alto en el camino para visitar Santander y algunos de los pueblos de la costa cántabra. Nunca había estado en esta región, y entre los sitios que tenía apuntados para aquella primera visita se encontraba Laredo, un lugar con una conexión especial con Sevilla, mi ciudad natal, cuyos detalles voy a dejar para una futura entrada. El caso es que cuando llegué a Laredo con la intención de aparcar cerca del ayuntamiento para así visitar el centro histórico —y en especial la iglesia de Santa María de la Asunción, donde se custodia cierto objeto proveniente precisamente de Sevilla— me encontré con que aquella tarea iba a resultar imposible: estuve bastante tiempo dando vueltas y no fui capaz de encontrar ninguna plaza libre.
Es bien sabido que la Alemania Nazi invadió Polonia en otoño de 1939, hecho que desencadenó una contienda internacional que duraría hasta 1945 y que a día de hoy conocemos como Segunda Guerra Mundial. Lo que quizá no sea tan conocido es que, como parte de dicha invasión, Adolf Hitler pretendía arrasar por completo la capital de Polonia y transformarla en lo que él llamaba la Neue deutsche Stadt Warschau, es decir, la «nueva ciudad alemana de Varsovia». Para ello, dio comienzo en 1939 un plan sistemático de destrucción de todos los edificios e infraestructuras de la ciudad con el fin de erradicar el sentimiento cultural y moral de Polonia como nación. Años más tarde, en el verano de 1944, tuvo lugar el llamado Levantamiento de Varsovia, una rebelión civil contra los nazis orquestada por el Ejército Nacional de Polonia; por aquel entonces, un 15% de la ciudad ya había sido destruida siguiendo el programa del Führer, pero se calcula que, como represalia por el fallido alzamiento, entre el 85% y el 90% de la capital fue arrasada en los meses siguientes.
¿Y por qué cuento todo esto? Pues porque, como os podréis imaginar, la iglesia ante la que me encontraba en ese momento, la de la Santa Cruz, fue una de las construcciones damnificadas en aquella destrucción, quedando prácticamente arruinada tal y como atestiguan múltiples fotografías históricas. Por suerte, en los años 50 del siglo pasado tuvo lugar la que probablemente sea la reconstrucción más ambiciosa y fidedigna de la historia, en donde la mayoría de los edificios históricos de la renacentista ciudad vieja de Varsovia que habían sido destruidos durante la Segunda Guerra Mundial fueron reedificados siguiendo sus diseños originales. Como consecuencia de semejante hazaña, en 1980 la Unesco declaró a la ciudad vieja de Varsovia como Patrimonio de la Humanidad, citándola como «ejemplo único de reconstrucción prácticamente total del conjunto de un patrimonio arquitectónico histórico de los siglos XIII a XX». A mi juicio, la triste historia que había detrás de todas las calles y monumentos que me disponía a ver esa mañana les daba más valor, si cabe, que si hubiesen sido construcciones originales.
Recuerdo haber cruzado el paso de Roncesvalles en al menos un par de ocasiones antes del presente verano: la primera, allá por 2016, al dirigirnos al país de los cátaros y a los extensos lagos del norte de Italia; la segunda, ya en sentido inverso un par de años después, mientras volvíamos de recorrer la bella costa bretona y los volcanes de Auvernia en un viaje que creó tantos recuerdos nuevos como otros revivió. Sin embargo, en ambas situaciones pasamos de largo, a pesar de lo mucho que prometían desde la carretera la fachada de aquella colegiata gótica y los imponentes albergues de peregrinos, tan enormes que parecían estar fuera de lugar en medio de aquel paraje.
Este año decidimos pasar allí la primera noche de un viaje destinado a visitar algunos lugares en la región central de los Pirineos como Saint-Lizier, Saint-Bertrand-de-Comminges o el Tourmalet. A pesar de que aquel día habíamos conducido gran parte del trayecto bajo un sol de justicia —sobre todo mientras atravesábamos «las colinas y las sierras calvas» de los campos de Soria—, conforme nos íbamos acercando a la frontera con Francia por las carreteras del norte de Navarra empezamos a ver cómo una espesa niebla se posaba sobre las cumbres pirenaicas.
Como era de esperar, cuando llegamos a las proximidades de Roncesvalles —una población situada a casi mil metros de altura sobre el nivel del mar— aquella niebla nos envolvió y apenas nos permitió ver las construcciones hasta que aparcamos el coche frente a la mencionada colegiata. Nos llevamos una gran alegría cuando al llegar a la oficina de información nos comunicaron que en diez minutos daría comienzo la última visita guiada del día, y que esta incluía todos los monumentos de la localidad a excepción de la iglesia. Evidentemente, nos apuntamos; ya habría tiempo más tarde de llevar las maletas al hotel.
En diciembre de 2008 visité por primera vez la ciudad de París, y uno de los lugares que más me llamaron la atención de la capital francesa fue el cementerio de Père Lachaise, rebosante de tumbas de personajes ilustres. Una de las personas que estaba allí enterrada y cuya tumba me cautivó más fue la de Frédéric François Chopin, célebre compositor de música clásica que, a pesar de lo que pueda parecer por su nombre y su lugar de descanso final, no era francés sino polaco, natural de una aldea cercana a Varsovia llamada Żelazowa Wola, y su nombre de nacimiento era Fryderyk Franciszek Chopin (su padre sí que era francés —un emigrante llegado a Polonia en 1787—, de ahí su apellido). La tumba era más o menos austera, sobre todo comparada con otros mausoleos cercanos, pero muy elegante, y estaba decorada con la efigie del compositor y una escultura de Euterpe, la Musa de la música.
Tras aquella visita, me dio por leer sobre aquel lugar y descubrí que, si bien el cuerpo del compositor seguía allí enterrado, su corazón fue extirpado y trasladado a Polonia en 1850, un año después de su muerte, como parte de las últimas voluntades de su primitivo propietario. Como no podía ser menos, apunté aquel dato en mi mapa con el fin de visitar algún día el lugar en el que se custodia el corazón de Chopin: la iglesia de la Santa Cruz de Varsovia.