Introducción y llegada a Samos
En el sur de la provincia de Lugo, en uno de los valles por los que discurre el río Sarria —también llamado Oribio por aquellos lares—, se encuentra uno de los monasterios más antiguos de Galicia, cuyos orígenes se remontan al siglo vi. Está inscrito en la lista del Patrimonio de la Humanidad como parte de los «Caminos de Santiago de Compostela» y, a pesar de encontrarse a menos de dos horas en coche de la capital gallega, en estos últimos diez años nunca me había dado por ir a visitarlo. Sin embargo, hace unas semanas tuvo lugar la cuarta edición de O Gran Camiño, la vuelta ciclista a Galicia, y una de sus etapas acababa por aquella zona, en la pequeña aldea de O Cebreiro. Sirvió esto de pretexto para organizar una excursión por la región, visitando la localidad de Sarria —en donde sí que estuve en mi primera visita a Galicia, allá por el año 2000, pero de la que apenas recordaba nada— y el monasterio de Samos, para finalizar en el puerto ya mencionado en el que acababa la etapa.
Tras desayunar en Sarria y dar un pequeño paseo por su centro histórico, llegamos a Samos por la LU-633 y aparcamos el coche en la avenida de Compostela, que recorre de norte a sur todo el pueblo y desde la que irremediablemente se tienen unas vistas espectaculares del complejo monacal. Habíamos leído en internet que la visita guiada comenzaba a las 12:30, así que como teníamos tiempo de sobra dimos un paseo por el pequeño pueblo, de menos de doscientos habitantes. Entre las viviendas de dos y tres plantas que salpican la mencionada avenida destacan un monumento a los peregrinos, que a veces se desvían por aquí en la etapa que va de Triacastela a Sarria, y una torre del reloj, inaugurada en 1915 y que alberga el antiguo reloj del monasterio, que pasó a manos del ayuntamiento de Samos tras la desamortización de Mendizábal. Del mencionado monumento partía un paseo fluvial anunciado en varios letreros explicativos, pero la falta de mantenimiento lo convertía en impracticable y decidimos dar media vuelta hacia el monasterio por donde habíamos venido.
Paseo por los alrededores del monasterio
Decidimos comenzar a rodear el monasterio por su costado oriental, que es por donde discurre el río Sarria, y mientras cruzábamos el puente situado junto al ayuntamiento empezamos a fijarnos en los detalles del edificio. Recubierto en su mayor parte de mampostería de pizarra, muy utilizada en esta región gracias a su baja absorción de agua, el conjunto está compuesto por la iglesia abacial —cuya fachada apenas se intuía desde allí—, los dos claustros con sus dormitorios y estancias, y una pequeña pero llamativa construcción exenta de planta cuadrada que en su día funcionaba como cocina y que después pasó a convertirse en el palomar. Siguiendo por aquel camino atravesamos el antiguo acueducto que abastecía de agua al monasterio desde un manantial cercano, y que por lo visto fue restaurado en el año 2004 (me habría gustado comprobar en qué estado se encontraba originalmente, pero no he encontrado ninguna foto anterior a esta fecha).
Al otro lado del monasterio nos encontramos con el comienzo del paseo del Malecón, un camino fluvial que recorre el meandro que el río Sarria dibuja al norte de la localidad. Al parecer, desde este lugar es habitual avistar truchas y anguilas, muy preciadas entre los pescadores locales, e incluso algunos cangrejos de río europeos, autóctonos de la zona, uno de los pocos lugares de la península ibérica de los que todavía no han sido desplazados por especies invasoras como el cangrejo rojo americano o el cangrejo del Pacífico. Sin embargo, y si os soy sincero, estábamos pendientes, más que de fijarnos en el río, de superar el camino, puesto que un árbol se había caído sobre este obstruyéndolo y destrozando la barandilla (tampoco era algo demasiado aparatoso y supongo que a estas alturas ya habrán arreglado los desperfectos, pero nos supuso una pequeña aventura pasar por allí).
El ciprés y la capilla mozárabe
El paseo del Malecón es sin duda uno de los rincones más bonitos y tranquilos del pueblo, y gracias al pequeño desvío que supuso nos encontramos fortuitamente con otra de las joyas de Samos cuya existencia desconocíamos: la capilla del Salvador o del Ciprés. Se trata de una pequeña construcción de finales del siglo ix o principios del x, lo que la convertiría en la más antigua de la localidad. Está realizada con mampostería de pizarra y es de estilo mozárabe, con varias ventanas aspilleradas que iluminan su interior y una única entrada lateral coronada por un arco de herradura. La nave está cubierta por una techumbre a dos aguas de losa de pizarra y, aparte del arco, su único elemento decorativo es el ajimez de cantería que se encuentra en el testero, al que lamentablemente le falta el parteluz desde vaya usted a saber cuándo. Se aprecian dos estancias diferenciadas, y por lo que ponía en un panel informativo cercano están separadas por un muro divisorio y decoradas con pinturas murales (por desgracia no indicaba ningún horario de visita o siquiera si está abierta en algún día del año).
Indisociable de la capilla es el ciprés mediterráneo que le da su nombre popular: un árbol inmemorial de unos treinta metros de altura que aparece representado en uno de los cantones del escudo del monasterio desde al menos el siglo xv. El poeta cambadés Ramón Cabanillas, ya en las postrimerías de su vida y tras varias estancias en el monasterio, le dedicó los siguientes versos, en los que también hacía referencia a este hecho: «O tronco forte, ríxido e cincento enmantado en follaxe verdemouro, vive sereo, estático, calado, místico ensono. […] ¡As nervudas raíces baixo terra seguirán abrazando, entretecidas coas seculares pedras dos cimentos a vella ermida! ¡Irmán dos graves monxes silandeiros, símbolo da pregaria e do recato, resalta e loce no abacial escudo groria de Samos!»1. Indudablemente, el conjunto que conforman la capilla y el ciprés es una de las imágenes más reconocibles de la región, y también una de las postales más bonitas que me llevé de aquella visita.
La visita guiada y la fachada principal del monasterio
Dejando atrás la capilla del Ciprés llegamos por fin a la fachada principal del monasterio, que, aunque apenas se aprecia en las fotos, está compuesta en realidad por dos portadas: la de la iglesia abacial, situada a la izquierda y que recibe todo el protagonismo; y la entrada del monasterio propiamente dicha, que pasa algo más desapercibida a la derecha. En esta última, todavía cerrada, encontramos un rótulo en el que se indicaban los horarios de entrada, corroborando lo que habíamos visto en internet. No contentos con ello, en aquel momento pasó por allí un monje —del monasterio, presumimos— y lo abordamos para preguntarle si ese día habría visita a las 12:30, hecho que nos confirmó (casualmente, aquel mismo monje fue quien más tarde nos abriría las puertas del monasterio y nos guiaría por sus corredores). Sobre la entrada del monasterio, de estilo clasicista, poco que decir salvo que es bastante austera, con apenas decoración salvo las dos pilastras que flanquean la puerta y los marcos de las ventanas.
La fachada de la iglesia, de estilo barroco, sí es más monumental, a pesar de que a todas luces está incompleta, y se accede a ella desde una escalera de doble tiro que inevitablemente me recordó a la de la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago de Compostela (en uno de los sillares de la escalera, bajo uno de los remates esféricos, se puede ver la inscripción «1779», que indica el año de construcción de la fachada). La imagen de san Benito que se encuentra en el centro mismo de la fachada nos señala que este es un monasterio de la orden benedictina, adoptada por los monjes de Samos en el siglo x. En el último cuerpo, en dos hornacinas que flanquean un gran óculo, se pueden ver también otras dos esculturas de los santos patronos del monasterio: san Julián y santa Basilisa, pareja de esposos martirizados en la ya desaparecida ciudad egipcia de Antínoe alrededor del año 304, durante la Gran Persecución del emperador Diocleciano. En cuanto a las torres, el tercer cuerpo de estas nunca llegó a completarse, pero estaba proyectado tal y como confirman las escaleras de caracol truncadas que se encuentran en el interior.
Poco antes de la hora esperada, la puerta del monasterio se abrió, y nada más cruzarla nos encontramos con una tienda en la que se vendían las entradas, así como recuerdos del lugar. El monje con el que nos habíamos cruzado previamente estaba allí mismo esperando y nos hizo una introducción histórica al monasterio que, según aseguraba, era el más antiguo habitado de España. Nos contó que el eremitorio primitivo fue presumiblemente fundado en el siglo vi, cuando el lugar se conocía como Sámanos, por san Martín de Braga, el «Apóstol de los suevos», y que un par de siglos más tarde sirvió como cobijo para Alfonso II «el Casto», rey de Asturias, cuando aún era un niño, mientras se escondía de los perpetradores del asesinato de su padre, el rey Fruela I. Gracias a este hecho, el monasterio contó con la protección real en los siglos venideros, y gozó de gran prestigio durante la Edad Media; sin embargo, a mediados del siglo xvi un incendio obligó a la reconstrucción del complejo, y las partes más antiguas que se conservan son de esta época. Finalmente, el monasterio estuvo temporalmente deshabitado tras las desamortizaciones del siglo xix, pero los benedictinos regresaron en 1880 y, desde entonces, sigue habiendo una pequeña comunidad residiendo en sus edificios, de la cual formaba parte nuestro guía.
El claustro del Padre Feijoo
Concluida la introducción, nada más atravesar el umbral llegamos al mayor de los dos claustros, llamado «del Padre Feijoo» por el monumento situado en su centro, obra del escultor cambadés Francisco Asorey y realizado en 1947. La escultura representa a Benito Jerónimo Feijoo, un fraile benedictino de Samos famoso por haber publicado en 1726 el considerado por muchos como el primer escrito feminista en español: un tratado llamado Defensa de las mujeres. Se ganó tal enemistad de la comunidad española de la época, y hasta de la propia Inquisición, que el rey Fernando VI tuvo que promulgar una real orden el 23 de junio de 1750 prohibiendo que se le atacara y calumniara públicamente. De hecho, el autor ya se preparaba nada más comenzar su discurso para la que le iba a caer: «En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres, viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres: pues raro hay que no se interese en la precedencia de su sexo con desestimación del otro. A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosa buena. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace, es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón, después de defenderlas con alguna brevedad sobre otros capítulos, discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias, y conocimientos sublimes.» Resulta interesantísimo de leer, sobre todo porque se escribió hace trescientos años y porque el autor, aparte de reflejar sus propias ideas y argumentarlas debidamente, también incluye lo que él llama un «catálogo de mujeres eruditas», en donde enaltece las aptitudes de varias figuras femeninas de diversas épocas y procedencias la mayoría de cuyos nombres me eran desconocidos hasta ahora. Quien tenga interés en leerlo, puede encontrarlo completo aquí.
Respecto al Claustro Grande, es de estilo clasicista; fue construido entre 1685 y 1746 y tiene 54,35 m de lado, lo que lo convierte en uno de los más extensos de España (el guía nos afirmó que era el mayor, pero en algunas fuentes he encontrado que ese título le corresponde al del convento de Santa Clara en Allariz, que, por cierto, no está abierto al público). Consta de tres niveles, con arcos de medio punto en la primera planta, ventanas rectangulares en la segunda, parejas de arcos apainelados separados por columnas jónicas en la tercera, y pilastras dóricas dividiendo los distintos tramos. Las galerías de la planta baja cuentan con bóvedas de arista encaladas, y en una de ellas se puede ver la entrada a la antigua botica, tan importante para un monasterio (los monjes no podían ejercer la medicina como profesión por ciertas restricciones monásticas, pero sí podían aplicar sus conocimientos sobre plantas medicinales y demás para cuidar de la salud del resto de la comunidad).
El claustro de las Nereidas y la portada románica
En el lienzo sudoccidental del claustro del Padre Feijoo se abre un arco carpanel que lo comunica con el Claustro Pequeño, llamado «de las Nereidas» por la fuente homónima situada en su centro. Este claustro es más antiguo, de estilo gótico, y fue edificado entre 1539 y 1582. Cada una de sus pandas mide 34 m de largo y, debido a las circunstancias del terreno, su planta no se encuentra alineada con la del claustro mayor, de ahí que los accesos entre ambos tengan ese ángulo tan poco intuitivo. El nivel inferior cuenta con galerías de arcos apuntados y bóvedas de terceletes, tan propias del gótico tardío, mientras que los dos superiores, posteriores en construcción, siguen la estética del Claustro Grande, ya que fueron reconstruidos entre 1709 y 1713 (a pesar de la diferencia de estilos, hay bastante armonía en la composición).
En el ángulo nororiental se encuentra el único vestigio que se conserva de la primitiva fábrica románica del monasterio: una portada que servía de entrada a la antigua iglesia, formada por dos arcos de medio punto asentados sobre dos parejas de columnas. Este elemento fue construido en el siglo xii o xiii y en su tímpano se encuentra tallada una cruz patada y, sobre esta, una especie de entrelazado cuyo significado desconozco. Completa la portada una renacentista bóveda de cañón casetonada añadida probablemente en la reconstrucción del siglo xviii.
En el centro del jardín del claustro se puede ver la famosa Fuente de las Nereidas: una obra de principios del siglo xviii coronada por una cruz de Calatrava y compuesta por tres bandejas, la intermedia sostenida por las cuatro nereidas —seres de la mitología griega, mitad mujer y mitad pez, que simbolizan el mar y los ríos— que le dan su nombre a la fuente y por extensión al claustro. Desde este claustro se puede acceder a la biblioteca del monasterio; no tuvimos ocasión de conocerla ya que no formaba parte de la visita, pero sí vimos sobre su entrada una rotunda inscripción en latín: «Claustrum sine librario, sicut castrum sine armamentario» (un monasterio sin biblioteca es como una fortaleza sin arsenal).
Las pinturas murales de la vida de San Benito
Me hubiese gustado detenerme más en el Claustro Pequeño y visitar alguna de sus estancias, como el refectorio o la ya mencionada biblioteca, pero el guía no perdonaba y nos dirigió presuroso hacia la siguiente parte de la visita: el primer nivel del Claustro Grande. Esta es una de las partes que más me gustó del monasterio, no solo por la espectacularidad de las pinturas murales que lo decoran sino también por el contrapunto que supone el estilo de estas con respecto a lo que uno suele encontrarse en estos espacios (esto último es debido, principalmente, a que las pinturas son de mediados del siglo xx, como explicaré más adelante). Las pinturas representan diversos pasajes de la vida de san Benito de Nursia (ca. 480-547), monje cristiano conocido principalmente por haber fundado la orden monástica que lleva su nombre, orientada a la vida comunitaria y autosuficiente en monasterios. Se le suele representar con un báculo y con el libro de reglas de su orden, o alternativamente con un cuervo o con una copa rota, y la principal —y prácticamente única— fuente histórica que se tiene sobre su vida la constituye el Libro II de los Diálogos de san Gregorio Magno, escrito en torno al año 594 en un tono más ejemplarizante que biográfico.
Precisamente esta es la obra que usaron como inspiración los artistas encargados de pintar los murales de este nivel del Claustro Grande —Enrique Navarro, José Luis Rodríguez y Celia Cortés— durante la restauración llevada a cabo tras el incendio que sufrió el monasterio en 1951. De esta última —se puede ver su firma en la esquina inferior derecha— es el primer mural que vimos nada más subir por la escalera: una hipotética escena en la que se observa a los monjes en sus labores cotidianas, ajenos al incendio que está teniendo lugar en la cocina y a la batalla entre ángeles y demonios que se libra en lo más alto. Como ya nos recalcó nuestro guía, está pintado de tal forma que la composición da sensación de profundidad desde cualquier ángulo, siendo más notable en la galería porticada del claustro, y nos pidió que fuéramos cambiando nuestra posición para que pudiéramos apreciar el efecto óptico.
El resto de murales de la galería suroriental, realizados con pinturas acrílicas, son del madrileño Enrique Navarro y representan escenas concretas de la vida de san Benito. Se identifica, en primer lugar, el milagro de santa Escolástica, hermana del santo, que según la tradición invocó una tormenta para que su hermano no volviera de noche al monasterio y se quedara conversando con ella (junto a esta composición hay una placa en recuerdo del ya mencionado Ramón Cabanillas, que durante sus estadías en el monasterio se alojó en la celda contigua). Más adelante se puede ver a san Benito deshaciendo con su mirada las ataduras de un aldeano a quien el godo Zalla había hecho prisionero; devolviendo a la vida a un joven obrero que había sido aplastado por un muro durante la construcción del monasterio de Montecasino; y, por último, frente al cadáver de un monje al que la tierra arrojaba una y otra vez fuera de su sepultura por haber abandonado el monasterio.
Los murales de la galería sudoccidental nuevamente son del mismo autor y siguen con la misma temática: san Benito curando a un endemoniado, escribiendo su Regla, sanando a un leproso… Quizá el más espectacular de todos sea «La Apoteosis de la Regla benedictina», en donde vemos al santo mostrando el libro de reglas de su orden a varios personajes importantes de todo ámbito. Uno de ellos, el papa de Roma, es curiosamente un retrato del abad de Samos artífice de la restauración durante la cual se pintaron los murales: el padre Mauro Gómez Pereira. Por lo que nos contó el guía, fue el mismo abad quien le pidió al pintor que lo representara como el papa en esta escena, porque era muy «humilde».
Con respecto a la galería noroccidental, solo hay un mural, también de Enrique Navarro, en donde se representa la muerte de san Benito, que, tal y como afirmaba san Gregorio Magno, murió de pie, apoyado sobre sus discípulos, y con las manos apuntando al cielo. El resto de la galería está adornada con fotografías antiguas del monasterio y un pequeño fresco del pintor catalán Joan Parés en donde se alude nuevamente al fallecimiento del santo.
Finalmente, en la galería restante los murales son de una estética completamente diferente, realizados por el pintor coruñés José Luis Rodríguez usando la técnica del temple al huevo y a espátula. La temática es la misma, eso sí, con diversas escenas de la vida de san Benito diferentes de las anteriores: el nacimiento del santo; san Benito llegando a Roma junto a su nodriza, en donde la ciudad, muy corrompida en aquella época, aparece representada con un arco del triunfo y siete personas bajo este incurriendo en cada uno de los siete pecados capitales; san Benito recibiendo el hábito monástico; fundando la abadía de Montecasino y destruyendo el templo de Apolo que allí se encontraba; san Benito junto a un cuervo y un pan envenenado, un singular episodio que aparece en el octavo capítulo de los Diálogos; y por último, frente al rey Totila, que aparece postrado ante el santo tras haber puesto a prueba su don profético y salir escaldado en el intento. Como curiosidad, en una de las escenas se puede ver a un monje realizando un llamativo gesto con la mano, poniéndola sobre su boca. Se trata, tal y como nos contó el guía, de un autorretrato del pintor, que por lo visto tenía por costumbre realizar esa postura.
El «Signo» y la sacristía
A través de un arco situado junto a uno de estos últimos murales nos adentramos en otra de las estancias singulares del monasterio: la sala conocida como «Signo». En ella aguardaban los monjes la señal convenida —o signo, lo que explica su denominación— con la que se les permitía entrar en la iglesia para asistir al siguiente oficio litúrgico (desconozco si la comunidad actual sigue manteniendo esta costumbre). Se trata de un espacio abovedado decorado con pinturas murales —realizadas por el ya mencionado Joan Parés— que representan escenas de la vida de Jesucristo: Jesús orando en el huerto de Getsemaní, Longinos clavándole la lanza en el costado mientras estaba en la cruz, la Ascensión… La verdad es que nos detuvimos muy poco en esta sala y apenas pude hacer fotos de los murales, aunque —para qué nos vamos a engañar— esto fue una constante durante toda la visita.
Antes de adentrarnos en la iglesia, pasamos a la sacristía, a la que solo se puede acceder desde el Signo. Fue construida entre los siglos xviii y xix, tiene planta octogonal, y está coronada por una cúpula casetonada sobre la que a su vez descansa un cupulino por el que entra la mayor parte de la generosa luz que ilumina la sala. La cúpula está sujeta por ocho arcos de medio punto, y las pechinas que los separan están decoradas con ocho imágenes diferentes que representan a Cristo junto a las tres virtudes teologales y las cuatro virtudes cardinales. De estas últimas solo pudimos ver cuatro desde la puerta, que es hasta donde nos dejaron pasar: la Esperanza, con un ancla en las manos; la Fe, portando un cáliz y con una venda en los ojos para representar que es ciega; la Justicia, con una espada y una balanza; y la Prudencia, con un espejo y una sierpe enroscada en su brazo izquierdo. Nuestro guía nos llamó la atención para que nos fijáramos también en la mesa de madera policromada que se encuentra en el centro de la sacristía, realizada en el siglo xviii y que, al igual que la sala, tiene ocho lados.
Visita a la iglesia monasterial y despedida
Tras pasar por fin a la iglesia, colofón de la visita, nuestro guía nos reunió en el centro de la nave para proceder con el epílogo de sus explicaciones, no sin antes someternos a prueba para que tratáramos de deducir entre todos cuánto tiempo habían tardado en construir aquel templo. Tras varios intentos por nuestra parte y algún que otro patinazo, el monje nos explicó que el proceso duró un total de catorce años: entre 1734 y 1748, y que se erigió bajo la dirección de Juan Vázquez, un arquitecto y monje benedictino que pertenecía a la comunidad de Samos (el mismo que años atrás edificó los dos pisos superiores del claustro Pequeño, así como la fuente de las Nereidas). Como dato curioso: la iglesia fue parcialmente financiada con los beneficios generados por la venta de los escritos del padre Benito Jerónimo Feijoo, que también residía en el monasterio por aquel entonces.
En cuanto a la iglesia, es de estilo renacentista, a pesar de que en aquella época el barroco ya dominaba el panorama arquitectónico gallego (sin ir más lejos, la fachada del Obradoiro de la catedral de Santiago de Compostela, obra de Fernando de Casas Novoa, se construyó por aquellas fechas, concretamente entre 1738 y 1750). En el crucero se eleva una enorme cúpula semiesférica que estriba sobre cuatro arcos torales de medio punto, y en cuyas pechinas se pueden ver representaciones labradas en piedra de cuatro monjes benedictinos eminentes: san Ruperto de Salzburgo, san Anselmo de Canterbury, san Ildefonso de Toledo y san Bernardo de Claraval. Los cuatro conjuntamente suelen conocerse como los «doctores marianos de la Orden de San Benito», por eso sus nombres en latín aparecen precedidos por el título de «doctor».
La bóveda de la nave está sustentada por gruesos pilares adornados con pilastras, en donde llama la atención que algunas de ellas lleguen al suelo y otras no. Por lo que he podido leer, esto se debe a que la antigua sillería del coro se encontraba en este lugar, como suele ser habitual en las catedrales y monasterios de España y gran parte de Portugal, y los adornos de los pilares comenzaban donde terminaba la sillería. Sin embargo, esta fue remodelada y trasladada a finales de los años 60 del siglo pasado al presbiterio, a la sombra del altar mayor —donde se puede ver actualmente—, siguiendo un modelo más típico del resto de Europa, dejando el hueco en su emplazamiento original. En el techo de esta misma nave se observan también unos curiosos agujeros, colocados para mejorar la acústica de la iglesia tal y como nos explicó nuestro guía.
En el retablo que preside la iglesia, de estilo neoclásico, predomina una imagen de san Julián, patrón del monasterio, rodeada por varios angelitos que portan sus atributos —la palma y la espada— y una banda con la inscripción: «Ad aethereum Iulianus scandit honorem» (Julián se eleva a la gloria celestial). Completan el conjunto dos esculturas de santa Basilisa y de santa Cristina de Bolsena —también patronas del monasterio—, y a ambos lados, en el extremo opuesto del crucero, dos estatuas de los reyes astures Alfonso II y su padre, Fruela I, cuya relación con el monasterio ya expliqué al principio. El resto de retablos de la iglesia, de madera sobredorada, son de estilo renacentista y barroco, pero apenas pude detenerme a ver ninguno de ellos.
Y así concluyó nuestro recorrido por el monasterio de Samos; nos despedimos de nuestro guía y volvimos al coche para poner rumbo al este, a la aldea de O Cebreiro. A pesar de que me pareció un tanto apresurada —apenas duró media hora—, la visita en sí me dejó una sensación muy grata, y disfruté bastante de las explicaciones, pero lo cierto es que mientras me documentaba para escribir esta entrada he descubierto que hay muchos rincones y estancias del complejo que no forman parte de la visita y que me hubiera gustado conocer, como el refectorio y la biblioteca, la escalera neogótica del claustro de las Nereidas, o la sala capitular. Incluso me habría encantado subir a la tribuna para poder fotografiar el órgano de cerca, que desde abajo se me antojaba espléndido, pero no hay que olvidar tampoco que el monasterio sigue en funcionamiento, por lo que también es de entender que los monjes quieran mantener cierta intimidad. Ojalá en el futuro decidan extenderla; allí estaré el primero para repetir.
Bibliografía
- Pedro de la Portilla. Monasterio de Samos. Guía histórico-artística. Ed. Gráficas Bao, 1978.
- Carlos Rodríguez Dacal y Jesús Izco. Árboles monumentales en el patrimonio cultural de Galicia. Xunta de Galicia, 2003.
- Ramón Cabanillas. Samos. Edicións Xerais de Galicia, 2009. Edición de Carlos L. Bernárdez.
- Benito Jerónimo Feijoo. Teatro crítico universal. Ediciones Cátedra, 2006. Edición de Ángel-Raimundo Fernández González.
- Los Cuatro Libros de los Diálogos de san Gregorio Magno (540-604). Libro segundo. La vida del venerable varón de Dios Benito. [Fuente]
- Página oficial del Monasterio de Samos
- Real Academia de la Historia » Juan Vázquez
- Real Academia de la Historia » Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro Puga
Notas
- El tronco fuerte, rígido y ceniciento, envuelto en follaje verde oscuro, vive sereno, estático, callado, místico en su sueño. […] ¡Las nervudas raíces bajo tierra seguirán abrazando, entrelazadas con las seculares piedras de los cimientos, a la vieja ermita! ¡Hermano de los dignos monjes silenciosos, símbolo de la oración y del recogimiento, resalta y brilla en el escudo abacial, gloria de Samos! [Traducción propia]⠀↑