Introducción
Cuando visité Santander por primera vez, allá por la primavera de 2018, lo último que me imaginaba es que acabaría viviendo en esta ciudad siete años después, tras más de una década asentado en Santiago de Compostela. Pero la vida da muchas vueltas, como bien se sabe, y aquí nos quedaremos por un tiempo indefinido, por lo que parece una ocasión perfecta para rescatar las fotos que tomé en aquella ocasión de la capital montañesa y que naturalmente ahora veo con otros ojos tras haber caminado durante varias semanas por sus calles y cuestas, ya no como turista ni viajero, sino como alguien que empieza a construir una nueva vida en este lugar.
En aquella ocasión, ya algo lejana, aunque tampoco demasiado, aproveché la vuelta de un encuentro matemático en Montpellier para dedicar unos días a conocer Cantabria, una de las comunidades autónomas en las que por aquel entonces todavía no había puesto los pies. Hacía un día fantástico, y tras haber pasado la mañana explorando Liérganes —población de la que también debería hablar en algún momento—, llegué a Santander sin saber muy bien a dónde dirigirme. Al final me decanté por aparcar el coche en un aparcamiento bajo la calle Castelar, cerca de la dársena de Puertochico, para así dar un paseo por esa zona, ampliamente recomendada en las webs que había consultado a contrarreloj.

